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Aquella barca...
Era aquella barca una curiosa cátedra, y la
ribera del lago una insólita aula, abierta a los cielos, mirándose en el
agua. El silencio de la tarde se acentúa con la atención de todos los que
escuchan las enseñanzas del Rabí de Nazaret. Su palabra brota serena e
ilusionada, es una siembra abundante, desplegada en redondo abanico por la
diestra mano del sembrador.
Es una simiente
inmejorable, la más buena que hay en los graneros de Dios. Su palabra misma,
esa palabra viva, tajante como espada de doble filo. Una luz que viene de lo
alto y desciende a raudales, iluminando los más oscuros rincones del alma,
una lluvia suave y penetrante que cae del cielo y que no retorna sin haber
producido su fruto.
Sólo la mala tierra, la
cerrazón del hombre, puede hacer infecunda tan buena sementera. Sólo
nosotros con nuestro egoísmo y con nuestra ambición podemos apagar el
resplandor divino en nuestros corazones, secar con nuestra soberbia y
sensualidad las corrientes de aguas vivas que manan de la Jerusalén
celestial y que nos llegan a través de la Iglesia. Que no seamos camino
pisado por todos, ni piedras y abrojos que no dejen arraigar lo sembrado, ni
permitan crecer el tallo ni granar la espiga. Vamos a roturar nuestra vida
mediocre, vamos a suplicar con lágrimas al divino sembrador que tan
excelente siembra no se quede baldía. Dios es el que da el crecimiento, Él
puede hacer posible lo imposible: que esta nuestra tierra muerta dé frutos
de vida eterna.
Pablo Cardona
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