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José....
No parece que San José pertenezca a la clase de
santos que despiertan admiración y suscitan deseos de emular sus actos. Más
bien habría que situarle entre ese tipo de hombres en lo que si uno, por
casualidad, se fija alguna vez, jamás siente comezón de echarle una segunda
ojeada. Al tipo, diríamos, de los hombres grises, esos que nunca se
distinguen de los demás porque se funden de tal manera en el conjunto que ni
el más pequeño pormenor es lo suficientemente llamativo como para atraer la
atención; y no a esa otra clase se pone como modelo o arquetipo al que se
deba aspirar (…)
Y no es necesario al Señor el lucimiento delante
de los hombres; ni siquiera es preciso que tengan noticia de nuestra
existencia, porque ni lo uno ni lo otro tiene la más mínima importancia.
Basta solamente realizar los pequeños y vulgares deberes cotidianos con amor
y humildad, y con la mirada puesta en agradar a Dios, pues a sus ojos esto
es lo que da testimonio de la calidad intrínseca de un hombre. En suma,
recordar que “ningún hombre es despreciado por Dios. Todos, siguiendo cada
uno su propia vocación -en su lugar, en su profesión u oficio, en el
cumplimiento de las obligaciones que le corresponden por su estado, en sus
deberes de ciudadano, en el ejercicio de sus derechos-, estamos llamados a
participar del reino de los cielos”, en palabras de monseñor Escrivá de
Balaguer. Y José, el último de los patriarcas nos enseñó cómo con este modo
de vivir se puede llegar a ser un gran santo.
Federico Suárez
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