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Para ponernos a pensar...
 
¡Hosanna! y ¡Crucifícalo!, la contradicción de los hombres (Jesus)‏

Terminamos con Pilato…

Jesus
Entre tanta miseria, la lectura de la Pasión nos presenta a Cristo moribundo de amor: "Jesús dio un fuerte grito y expiró". Es la fulgurante manifestación del amor de Jesús, que entrega su vida por la Verdad, y para que sus discípulos tengan vida y se vean siempre libres de todo género de esclavitud.

"Al llegar el mediodía, toda la región quedó en tinieblas hasta la media tarde". "Se eclipsó el sol", dice Lucas 23,45), y Mateo 27,51: “la tierra tembló”, “las rocas se rajaron” “las tumbas se abrieron". Es el luto cósmico por la muerte de su Creador. "Toda la tierra ha de estremecerse ante el suplicio del Redentor: las mentes infieles, duras como la piedra, han de romperse, y los que están en los sepulcros, quebradas las losas que los encierran, han de salir de las moradas de muerte" (San León Magno). Al morir Jesús, comienzan a encenderse algunas luces alrededor de la cruz: Las palabras del centurión pagano: "Verdaderamente este hombre era hijo de Dios" y la abolición de la ley vieja: templo, sacerdocio y víctimas animales, sustituidas ya por la Víctima Divina, simbolizado en: "El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. La cortina, que separaba el Sancta Sanctorum del santuario o Santo, impedía a los sacerdotes la visión de Dios, desde ahora ningún hombre tendrá impedimento para ver a Dios, rasgado el velo que impedía su visión. Y, recordando que Jesús había dicho: "Destruid este santuario que yo lo levantaré en tres días" (Jn 2, 9) refiriéndose al santuario de su cuerpo, el evangelista no piensa en el templo de Jerusalén, sino en Jesús, verdadero santuario donde, rasgada su humanidad por la muerte, se puede ver a Dios cara a cara. Pablo hablará más tarde de la comunidad cristiana como templo del Espíritu (1 Cor 3,16).

Reconciliémonos con Dios en estos días de Semana Santa. A ello nos exhorta el Catecismo: "El que quiere obtener la reconciliación con Dios y con la Iglesia debe confesar al sacerdote todos los pecados graves que no ha confesado aún y de los que se acuerda, tras examinar cuidadosamente la conciencia. Sin ser necesaria, de suyo, la confesión de las faltas veniales, está recomendada vivamente por la Iglesia". Juan Pablo II agradece a los presbíteros del mundo el indispensable servicio que ofrecen a través de su disponibilidad para dispensar el sacramento del perdón, «una de las expresiones más significativas de su sacerdocio». Teniendo en cuenta que «el anuncio de la verdad, en especial cuando esta es de orden moral-espiritual, es mucho más creíble cuando quien la proclama, no es sólo un doctor desde el punto de vista académico, sino sobre todo un testigo existencial». Un testimonio ofrecido evangélicamente a través de «la humildad de las virtudes practicadas y no ostentadas».


Recuerda también que el sacramento de la Reconciliación confiere no sólo el perdón de Dios por los pecados cometidos, sino también gracias especiales para superar las tentaciones y evitar las recaídas, y desea el regreso de los fieles a la práctica sacramental de la confesión.

Finalmente recordemos la inmensa y profunda ayuda que recibimos con las indulgencias, que «lejos de ser una especie de descuento en el compromiso de conversión, son más bien una ayuda para un compromiso más disponible, generoso y radical en la misma conversión ».