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La Madre estaba allí.
La Madre estaba
allí,
junto
a la Cruz.
No llegó de repente al Gólgota,
desde que el discípulo amado la recordó en Caná, sin
haber seguido paso a paso, con su corazón de Madre el camino de Jesús.
Y ahora está allí como madre y
discípula que ha seguido en todo la suerte de su Hijo,
signo de contradicción como Él,
totalmente de su parte.
Pero solemne y majestuosa como una Madre,
la madre de todos, la nueva Eva, la
madre de los hijos dispersos que ella reúne junto a la cruz de su Hijo.
Maternidad del corazón, que se
ensancha con la espada de dolor que la fecunda.
La palabra de su Hijo que alarga su
maternidad hasta los confines infinitos de todos los hombres.
Madre de los discípulos, de los
hermanos de su Hijo.
María contempla y vive el misterio con la majestad de
una Esposa, aunque con el inmenso dolor de una Madre.
Juan la glorifica con el recuerdo de
esa maternidad. Último testamento de Jesús. Última dádiva. Seguridad de una
presencia materna en nuestra vida, en la de todos. Porque María es fiel a la
palabra: He ahí a tu hijo.
El soldado que traspasó el costado
de Cristo de la parte del corazón, no se dio cuenta de que cumplía una
profecía
y
realizaba un último, estupendo gesto litúrgico.
Del corazón de Cristo brota sangre y
agua.
La
sangre de la redención,
el agua de la salvación.
La sangre es signo de aquel amor más
grande, la vida entregada por nosotros,
el agua es signo del Espíritu, la
vida misma de Jesús que ahora, como en una nueva creación derrama sobre
nosotros.
.
Nadie podrá decir: "Nadie ha bajado a mi soledad".
Siguiendo la misión confiada por el
Padre, Jesús penetra hasta el fondo de la soledad del hombre.
Al aceptar morir entre los malvados
y sin Dios, manifiesta que la nueva relación de Dios con los hombres llega
hasta donde todo clama su ausencia;
y baja hasta allá con una gratuidad
absoluta.
Nadie, por alejado y solo que se encuentre, podrá decir nunca: "En donde me
encuentro yo, Jesús no ha bajado".
Jesús en la cruz es la persona más
unida a Dios y la más unida a los hombres y mujeres de cada tiempo.
Da Dios mismo a la humanidad y la
humanidad a Dios.
En adelante, la cruz es el gran misterio sepultado en
la humanidad.
Con los ojos iluminados por la contemplación de la
cruz,
nos
ponemos frente al mundo para contemplarlo "como quien ve -en Él- al
invisible" y escuchar la voz que nos llama:
"Tengo sed".
Después de unos
momentos de silencio y animados por el Espíritu que brota de la cruz,
oremos por las necesidades de todos
los hombres y mujeres contemporáneos nuestros.
Hoy más que nunca, las peticiones de
los cristianos no pueden tener fronteras.
Después, veneremos la cruz.
Contemplada con ojos de bautizado,
ojos de resurrección, se convierte en signo de la fidelidad de Dios en medio
del mundo.
Y confesemos la fe del centurión, que es la fe de la Iglesia:
"Realmente este hombre era Hijo de
Dios"
Jaume Camprodon.
Obispo Emérito de Girona
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