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Un vacío, que debiera estar lleno.
Podríamos
entretenernos, con gran provecho,
en cada uno de los dolores
corporales de la Pasión:
los golpes, bofetadas, salivazos de los soldados;
la flagelación, la coronación de
espinas,
el
camino hacia el Calvario bajo el peso lacerante de la Cruz,
la crucifixión...
Siendo todo ello tan cruel,
es casi nada
si lo comparamos con el sufrimiento
del alma humana de Cristo.
Había que saldar
la deuda infinita del pecado
-¡qué poco sabemos de este misterio de iniquidad!-,
la absurda declaración de
independencia del hombre respecto a Dios:
el huir lejos de Dios, que es toda
la Verdad,
toda la Bondad, toda la Belleza, todo el Amor,
causa primera de toda Verdad,
Bondad, Belleza,
y de todo amor limpio que hay o puede haber en las
criaturas;
causa de todo aquello que está supuesto en la más pequeña chispa de
bienestar.
El pecado es un uso monstruoso de la libertad
por el que se emprende un viaje
“fuera de Dios”;
es decir,
al vacío de verdad, de bien, de amor, de gozo;
hacia la mentira, al mal, a los, a
la angustia,
en una palabra, al infierno.
¿Qué otra cosa es el infierno sino el vacío
-que debiera estar lleno-
de Dios?
Es cierto,
lo peor del infierno es que allí no
está Dios
y, en consecuencia,
no puede haber placer alguno, ningún alivio del dolor,
ningún descanso, ninguna esperanza.
Antonio Orozco Delclós.
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