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En Nazaret… (II)
Nuestra Señora de la humildad. La virtud difícil.
La virtud que muchas veces no tienen las personas virtuosas. Que muchas
veces le falta a los héroes, a los sacrificados, a los desprendidos, a los
generosos.
María no dijo a las amigas que se le había
aparecido un ángel del cielo.
Tampoco le dijo a
ninguna íntima, “en secreto”, que ella era madre siendo virgen.
Cuando el ángel le
reveló que era la escogida por el Altísimo entre todas las mujeres, no se le
ocurrió marcharse a Cafarnaúm a verse con la modista.
No quiso “venir a más”.
Sabía que era la Señora de cielos y tierra, pero no le importaba que las
vecinas la sorprendieran fregando con el delantal viejo, ni que la viera el
pueblo entero llevando el balde de la basura hasta el barranco.
Nunca aprendió María a
distinguir bien cuáles son esas cosas que no pueden hacer las señoras, esas
cosas que sólo pueden hacer las sirvientas.
María no lo aprendió
nunca porque, el día en que Dios la hizo Señora, ella dijo que era la
sirvienta del Señor.
Después de ser Madre de
Dios, María sigue remendando y poniéndose el mismo vestido, empuñando la
misma escoba, fregando los mismos pucheros, yendo al mismo lavadero a lavar
la ropa, hablando y sonriendo a las mismas personas que antes.
La Madre de Dios sigue
disfrazada de aldeanita, de pueblerina de Nazaret, para que aprendamos
nosotros, los comediantes que siempre nos disfrazamos de más en la vida.
Nosotros, los eternos payasos, con nuestras máscaras y nuestros gestos
honorables.
Pedro Ma. de Iraolagoitia, S.I.
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