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Soledad
Mientras tanto, en una fortaleza de Jerusalén,
Pilato está diciendo a su mujer que esté tranquila,
que ya se ha lavado las
manos doce veces en lo que va de día.
Pilato es muy cuidadoso.
Quiere estar bien con
todos; a todos les ha dado algo:
a los soldados, la
coronación de Cristo;
a su conciencia, agua y
jabón;
al César, miedo y servilismo; a Caifás, la sangre
de Cristo;
a María de Nazaret, permiso para desclavar y
abrazar el cuerpo muerto de Cristo;
a Cristo mismo, un
letrero honroso que dice que es el rey de los judíos.
Pilato ha atado todos
los cabos;
ha hecho la componenda más asquerosa de la
historia,
y ahora carraspea, se lava las manos por
decimotercera vez,
y se dispone a tomar una buena cena con su mujer.
Como Pilato, un buen número de nosotros
nos lavamos las manos
ante el sufrimiento de Dios y de los hombres,
y procuramos
tranquilizar nuestras conciencias
haciendo estas clásicas
componendas entre Dios y el diablo,
entre lo que quiere Dios
y lo que nos da la gana
a nosotros,
los que sabemos subir, conservar el puesto a
costa de todo;
los que decimos que el negocio es el negocio y la
vida es la vida;
los que, pretendiendo ser buenos cristianos,
preguntamos un día a Cristo:
¿Qué es la verdad?,
pero luego nos
escurrimos rápidamente para no oír la respuesta;
los que, con tal de
estar bien situados en el alto balcón,
jugamos lo mismo las
cartas de Cristo que las de Barrabás...,
Y siempre nos queda, en
último término, la salida de la jarra y la palangana.
Hemos matado a Cristo,
pero nos hemos lavado
las manos.
Mientras tanto, la Virgen, arriba, sola, con el
Hijo en los brazos.
Padre Pedro Ma.
De Iraolagoitia. S.I
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