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Del querer, o de la absoluta soledad.
Un hombre puede hacer mucho por otro, puede
hacerlo casi todo: desde pensar por él hasta resolverle la vida. Pero hay
una cosa, una sola, que nadie puede hacer por otro: querer. Aquí es donde
cada uno se encuentra en absoluta soledad, donde nadie puede esperar nada de
otros porque se trata del acto más puramente personal, de la más genuina
manifestación del yo en lo que tiene de único.
Ahora ya no se trata de
ser captado o arrastrado por estímulos exteriores a los que uno no se opone
(el oponerse sería ya un acto de voluntad); por el contrario, se trata de la
realización del acto más propiamente humano de todos, de la decisión libre
de la voluntad como consecuencia de un imperativo de la razón. Un hombre
sabe lo que hay que hacer, y lo hace. Y no es arrastrado ni conducido por
otro estímulo que no sea la rectitud de la razón y la firmeza de la
voluntad.
El Señor hizo y dijo cuando tenía que hacer y
decir; la Iglesia ha guardado y enseñado, con escrupulosa fidelidad y sin
alteración sus palabras. A nosotros nos queda por hacer la segunda parte.
Hasta ahora nos hemos parecido más, me temo, a esa multitud indiferenciada
para quienes lo importante (según se muestra por sus vidas) no es el Señor,
ni sus palabras, sino otras cosas más tangibles e inmediatas y sobre todo
más entretenidas. Y esto es lo que más asusta del mundo de hoy, de muchos
hombres de hoy: tener la palabra de Dios, la salvación, al alcance de la
mano y no hacer el más mínimo esfuerzo por aprehenderla, por conocerla, por
asimilarla, por convertirla en vida.
Hay una cosa, una sola,
que nadie puede hacer por otro: querer. Aquí es donde cada uno se encuentra
en absoluta soledad.
Federico Suárez
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