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Para ponernos a pensar...
Nuestro pan en el desierto: la Eucaristía, prenda de la gloria que ha de venir.

Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor

y si por nuestra comunión en el altar somos colmados «de gracia y bendición»,

la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial.

En la última Cena, el Señor mismo atrajo la atención de sus discípulos hacia el cumplimiento de la Pascua en el reino de Dios:

«Y os digo que desde ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, de nuevo, en el Reino de mi Padre».

Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa y su mirada se dirige hacia «el que viene» (Ap 1,4).

En su oración, implora su venida: «Marana tha» (1Co 16,22).

«Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20),

«que tu gracia venga y que este mundo pase» (Didaché 10,6).


La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros.

Sin embargo, esta presencia está velada.

Por eso celebramos la Eucaristía «mientras esperamos la gloriosa venida de Nuestro Salvador Jesucristo»,

pidiendo entrar «en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria;

allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos,

porque, al contemplarte como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti

y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro».


De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y la tierra nueva en los que habitará la justicia,

no tenemos prenda más segura, signo más manifiesto que la Eucaristía.

En efecto, cada vez que se celebra este misterio, «se realiza la obra de nuestra redención» y,

«partimos un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir,

sino para vivir en Jesucristo para siempre» (S. Ignacio de Antioquia).


Catecismo de la Iglesia Católica