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Por contraste, de los evangelios apócrifos.
Quiero
recordar ahora, por contraste, lo que cuenta uno de esos antiguos relatos de
los evangelios apócrifos: El padre de Jesús, que era carpintero, hacía
arados y yugos. Una vez —continúa la narración— le fue encargado un lecho,
por cierta persona de buena posición. Pero resultó que uno de los varales
era más corto que el otro, por lo que José no sabía qué hacerse. Entonces el
Niño Jesús dijo a su padre: pon en tierra los dos palos e iguálalos por un
extremo. Así lo hizo José. Jesús se puso a la otra parte, tomó el varal más
corto y lo estiró, dejándolo tan largo como el otro. José, su padre, se
llenó de admiración al ver el prodigio, y colmó al Niño de abrazos y de
besos, diciendo: dichoso de mí, porque Dios me ha dado este Niño.
José no daría gracias a Dios por estos motivos; su trabajo no podía ser de
ese modo. San José no es el hombre de las soluciones fáciles y milagreras,
sino el hombre de la perseverancia, del esfuerzo y —cuando hace falta— del
ingenio. El cristiano sabe que Dios hace milagros: que los realizó hace
siglos, que los continuó haciendo después y que los sigue haciendo ahora,
porque non est abbreviata manus Domini, no ha disminuido el poder de Dios.
Pero los milagros son una manifestación de la omnipotencia salvadora de
Dios, y no un expediente para resolver las consecuencias de la ineptitud o
para facilitar nuestra comodidad. El milagro que os pide el Señor es la
perseverancia en vuestra vocación cristiana y divina, la santificación del
trabajo de cada día: el milagro de convertir la prosa diaria en
endecasílabos, en verso heroico, por el amor que ponéis en vuestra ocupación
habitual. Ahí os espera Dios, de tal manera que seáis almas con sentido de
responsabilidad, con afán apostólico, con competencia profesional.
San Josemarìa Escriva de Balaguer
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